De unos años
hacia aquí, la palabra "Nini" se ha vuelto en un término de dominio
público, que tiene como fin dedicar a los niños, adolescentes y jóvenes que
"ni estudian, ni trabajan". Esos mismos que vemos juntarse a las
afueras de las escuelas públicas, en la canchas, parques y calles, en horas
hábiles y que, claramente, no se encuentran realizando actividad productiva
alguna.
Preparando mi clase acerca de las caricaturas periodísticas, encontré la imagen
que encabeza este artículo. Decidí incluirla en la presentación, destinada para
mis alumnos del turno vespertino de una escuela de Mérida. Analizando el cartón
con mis alumnos, después de seis meses dándoles clases, pude ver un atisbo de
comprensión de la importancia que tienen los medios sociales en la elección del
derrotero que marca sus vidas y las de sus compañeros de generación.
Cuando se terminó mi clase y me quedé sola, ordenando la biblioteca, mientras
mis alumnos se trasladaban a sus otras aulas, me fue inevitable divagar unos
segundos, pensando en la enorme cantidad de muchachos que, entre los muros de
esa misma escuela (y también de muchas otras), se van mostrando cada vez más
renuentes a considerar la educación como algo importante, necesario o que deba
ser elegido de manera intrínseca.
En el año 2005, la encuesta nacional de la juventud mostraba la impresionante
cifra de 7.4 millones de jóvenes, de entre 12 y 29 años que no se dedicaban ni
al estudio ni a actividad productiva alguna. ¡Casi siete millones de jóvenes,
en edad escolar que, prácticamente flotaban en la nada! Esta misma encuesta,
mostraba en porcentajes, que 7 de cada 10 mujeres "ninis" terminaron
hasta la secundaria, al igual que el 61% de los varones. Es decir, más del 50%
de los adolescentes y jóvenes sin un proyecto de vida, no continuaron sus
estudios después de pasar por las escuelas primarias y secundarias.
También se señala que sólo 9.1 por ciento tienen nivel socioeconómico medio
alto/alto, 15.1 medio, 25.1 medio/bajo, 29.7 bajo, y 32.2 muy bajo (1)
Ya sabemos que parte de la culpa recae en el gobierno, la falta de programas
sociales que garanticen la permanencia de todos los jóvenes en nuestras
escuelas. Teniendo promedio de ingreso
por hora de trabajo en nuestro país, que,
de acuerdo a cifras del INEGI en 2011, es de aproximadamente de $29.4, y el
promedio de hijos por cada mujer mayor
de 12 años es de 2, uno puede imaginarse el esfuerzo que realizan los padres de
familia para que sus hijos asistan a la escuela, contemplando útiles escolares,
uniformes, gastos de transporte, desayunos…
Sin embargo, pese a las culpas que se
pueden achacar a los gobiernos, pasados, presentes y venideros, lo cierto es
que los altos índices de deserción en nuestras escuelas son parte de un grave
problema social. Haciendo un lado el papel de los maestros, ampliamente
criticados y cuyo papel se pone siempre en entredicho, es necesario hablar de
los padres de familia. He escuchado en más de una ocasión a compañeros
docentes, prefectos, secretarias y directivos quejarse de la falta de interés
de los padres de familia en el devenir escolar de sus hijos. En las 7 escuelas
secundarias públicas de mi estado en las que he tenido la oportunidad de
trabajar, he podido constatar esta situación.
Si bien existen madres y padres
genuinamente interesados en las calificaciones de sus hijos, que se toman la
molestia de recordar que la educación comienza en casa, cada vez es más frecuente
encontrar padres de familia que, agobiados por su carga de trabajo o por las
responsabilidades diarias, dan a manos abiertas y exigen poco… a sus hijos.
Durante este curso escolar el destino ha querido darme pruebas de la
descomposición social que mencioné más arriba en este texto.
El
más reciente ejemplo lo viví el día de hoy. Un padre de familia, interesado en
la calificación de su hija, estalló a las afueras de mi escuela por la
calificación, aprobatoria pero baja que esta obtuvo. Con toda la amabilidad de
la que pude hacer gala en ese momento tan desagradable, le dije que con gusto
le atendería apenas me desocupara, para explicarle. El ofendido progenitor se
encaminó a la dirección de mi escuela a hacer patente la queja con mi director.
Éste, le mandó con el coordinador para establecen un diálogo mediado conmigo.
Mi reunión (que interrumpió mis clases y actividades diarias) se tornó
súbitamente violenta, pues el alterado hombre, con la hija, alumna mía
enfrente, y el coordinador como testigos mudos, comenzó a vociferar, hablar de
mi parcialidad, de mis “vacaciones” (incapacidad por accidente que me vi
obligada a tomar”) de la manera arbitraria en la que no deseaba otorgarle una
calificación alta a su hija, aun cuando él, todos los días, a la entrada y la
salida de la escuela, me paraba para preguntarme por su avance.
Debo
decir que me sentí francamente disgustada y tuve que marcar un alto ante tanta
prepotencia, hasta que finalmente le pregunté si deseaba que yo le otorgara un
10 en la boleta, aunque éticamente su hija trabajara por una calificación
inferior… El airado padre de familia, titubeó. Creo que en el fondo deseaba
contestarme que sí, eso era exactamente lo que pretendía, pero la consciencia
no se o permitió. Se retiró, aun ofuscado y a disgusto con la respuesta, aun
cuando mi lista de tareas justificaba la calificación obtenida.
Cuando terminé mis labores el día de hoy, me
quedó el regusto amargo de la experiencia vespertina. Sin embargo, algo me
queda sumamente claro. La educación es una tarea tripartita… Los maestros somos
el instrumento, los alumnos, la materia prima y los padres, los proveedores de
esa materia. ¿Cómo podemos trabajar con un material que viene con algunos
detalles desde su explotación? Es necesario que los padres de familia
comprendan que su papel debe darse en conjunto con el nuestro. Y como maestros,
no permitir que nuestro trabajo sea puesto en entredicho, cuidando la legalidad
y ética de nuestras acciones. Hasta que los tres actores de la educación, no
trabajen en conjunto, más jóvenes se desentenderán de la escuela, de sus
responsabilidades y acrecentarán las filas de “ninis” en nuestro país
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